Gabriel García Márquez, el escritor
inmortal:
Las
Mariposas Amarillas y Mauricio Babilonia
le
darán su último adiós terrenal
Jesús Matheus Linares
"Macondo era entonces una aldea de veinte
casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas
que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como
huevos prehistóricos"... "En pocos años, Macondo fue la aldea más
ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300
habitantes. Era de verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta
años y donde nadie había muerto".
Así lo escribió Gabriel García Márquez en “Cien
Años de Soledad” y así quedará `para la historia, cuando ya hoy Macondo es universal,
gracias al humilde reportero venido de Aracataca, que un día creyó y apostó que
“el periodismo es el mejor oficio del mundo”.
Hoy en
ciudad México, su ciudad adoptiva por más de tres décadas, le dirá su último adiós
en el Palacio de Bellas Artes, al hijo de “uno de los 16 hijos del telegrafista
de Aracataca; Gabriel José García Márquez, el hijo de Gabriel Eligio García,
quien además de telegrafista, homeópata y conservador fue lector obsesivo,
poeta y virtuoso del violín, y de Luisa Santiaga Márquez, aristocrática hija
del coronel Nicolás Márquez, veterano liberal de la Guerra de los Mil Días, la
persona con quien Gabriel José mejor se ha entendido; el abuelo Nicolás, ese
que lo llevó a los circos e hizo destapar una caja de pargos congelados para
que él conociera el hielo, como lo hizo el coronel Aureliano Buendía en Cien
Años de Soledad, ese libro que dice que parece un bolero, o un largo vallenato,
y que le cambió la vida porque desde que se publicó arrasó con la escasez, pues
“se vendió como salchichas” (más de 40 millones de ejemplares) y se tradujo a
34 idiomas”, como lo señala la periodista y escritora Patricia Lara Salive,
amiga cercana de Gabriel García Márquez desde hace más de tres décadas.
Y es que el Otoño del Patriarca, La Hojarasca,
Crónica de una Muerte Anunciada, Mis Putas Tristes, entre los 30 títulos que
publicó servirán para que esta “oveja negra” se convierta en un testigo
presente del siglo XX y XXI en las bibliotecas del mundo. El nuevo Cervantes de
las letras hispanas. Nace el Gabo inmortal.
Llenó de ilusiones y sueños, el joven costeño
llegó a la Sabana de Bogotá, a labrarse un camino como abogado, pero pudo más
la literatura que lo atrapó a través del reporterismo en el diario El
Espectador, donde ganaba 900 pesos mensuales. Suma consideraba alta, pero el gerente, Luis
Gabriel Cano, la fijó cuando su padre, don Gabriel Cano, le sugirió ayudar a
ese muchacho costeño “tan flaquito y pálido que se nos puede morir en la
oficina”.
“Hay una línea directa entre el Gabo que llegó a
El Espectador y comenzó a transformar el periodismo de entonces, y el Gabo que
siguió en su tarea de guiar a nuevos profesionales en géneros de comunicación
adaptados al instante y al futuro. En aquel 1953 el joven caribeño, ya con
buena formación literaria adquirida en Zipaquirá, Bogotá y Cartagena, entró a
trabajar como reportero a una acalorada redacción de otros jóvenes, poco
mayores que él, convencidos de estar haciendo el mejor diario del mundo”,
revela el periodista José Salgar.
Allí comenzó a transitar entre la literatura y el
reporterismo.”Su máxima demostración fue la de convertir la noticia muerta de
un náufrago que al salvarse habló más de la cuenta, en una joya de nuevo
periodismo. En 18 meses de duro trabajo en aquella redacción, Gabo puso en
plataforma el realismo mágico y los malabarismos idiomáticos que lo llevaron al
premio Nobel, después de casarse con Mercedes”, narra el propio Salgar.
Vino París. En Francia, “Debieron sucederle a
García Márquez muchas cosas en el puente de Saint-Michel, camino de la
buhardilla donde imitaba, como podía, la vida o la escritura de su admirado
Hemingway. Porque nunca he podido olvidar ese día del que algunas veces él ha
hablado, ese día en el que sintió los pasos en la niebla de un hombre que pensó
que era un perseguidor; ese día en que, a diferencia de Hemingway, se sentía
“pobre y muy infeliz” en París y se había pasado toda la noche calentándose en
el “vapor providencial de las parrillas del metro”, eludiendo los policías que
lo golpeaban en cuanto lo veían, pues lo confundían con uno de los tantos
argelinos a los que masacraban en aquellos días en París: “De pronto, al
amanecer, se acabó el olor de coliflores hervidas, el Sena se detuvo, y yo era
el único ser viviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una
ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente de
Saint-Michel, sentí los pasos de un hombre, vislumbré entre la niebla la
chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar y en
el instante en el que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por
una fracción de segundo: iba llorando”, así lo recuerda Enrique Vilas Mata, en
Lecturas de un Puente.
Pero era que “el costeño” que no “cachaco”
también gustaba de la música vallenata. Así lo recuerda Rafael Escalona “Gabo
es uno de los mejores cantantes de vallenato que yo haya conocido. No lo digo
por complacerlo sino porque en nuestras parrandas en Valledupar y en La
Guajira, aunque él era flojo para asuntos de trago, se emocionaba mucho y de
pronto se ponía a cantar. Entonces recibía los aplausos merecidos.”
El maestro Escalona cuenta que “nos conocimos
cuando estábamos en edad de mirar muchachas. Nuestros padres eran paisanos y ya
ambos habíamos comenzado nuestro recorrido de hombres andariegos. Gabo escribía
su columna Jirafa en El Heraldo y yo ya había escrito unas cuantas canciones de
las que se llaman vallenatas.”
--Un día nos encontramos en Barranquilla. Él me
saludo con un abrazo muy efusivo y me invitó a un lugar donde se reunían los
escritores y artistas a tomar cerveza y a fregar la paciencia, palabras
textuales de él. Fue así como llegué a La Cueva, donde conocí a varias figuras
que luego acrecentaron la conciencia cultural del país…En La Cueva se escuchaba
mucho vallenato y Gabo me sacaba las tripas pidiéndome que le contara cómo
hacía mis canciones y por qué. Nuestra amistad era más abierta que un cura
confesor.”
Después vinieron sus viajes a Venezuela, donde
trabajó en la revista “Venezuela Gráfica” junto a Carlos Galindo,”Sancho”, un
buen amigo que me contó la habilidad y sagacidad reporteril del Gabo, y hasta
llegó participar en el Concurso de
Cuentos de El Nacional, motivado por sus amigos caraqueños, que conociéndoles
sus dotes narrativos lo instaron a participar. El Gabo no ganó, pero años más
tarde se inmortalizaría con su Nobel “Cien Años de Soledad”. Así es la vida. No
hace falta ir a Aracataca para ver Aracataca. Basta leer a García Márquez, para
conocer este pueblo en el Magdalena, ligados a los mitos y las leyendas que
Gabriel García Márquez convirtió en patrimonio de la humanidad. En el idioma de
los indígenas chimilas, Ara significa “río de aguas claras”, y Cataca, “cacique
de la tribu”, y a sus habitantes se les conoce como cataqueños.
“Gabo, ese reportero de El Heraldo que vivía en
la Arenosa en el cuarto de un prostíbulo de paredes frágiles a través de las
cuales comprobaba que los altos funcionarios del gobierno, cuyas voces conocía,
no iban allá para hacer el amor sino para que las putas los oyeran hablar de
ellos mismos; Gabo, ese conocedor de los vericuetos de la siquis, creador de
personajes hechos de retazos de su gente, personajes que le son familiares a la
humanidad entera; Gabo, ese escritor magistral que decía que era muy bruto para
escribir y que soportó sin desfallecer que una editorial le devolviera el
manuscrito de La Hojarasca con una nota en la que le aconsejaba dedicarse a
otro oficio; Gabo, ese mamador de gallo que confesó que “la literatura es el
mejor juguete que hay para burlarse de la gente”; ese corresponsal de El
Espectador en Europa quien, a raíz del cierre del periódico por el general
Rojas, supo que el hambre, en la Ciudad Luz, tiene un sabor más amargo; Gabo,
el amor en París de Tacha, una joven actriz española que robaba comida en los
restaurantes donde trabajaba y se la llevaba para que él escribiera El coronel
no tiene quien le escriba; Tacha, la coronela de El Coronel, hoy una de las
grandes amigas de Mercedes, esa enigmática y atractiva nieta de un inmigrante
egipcio a la que le propuso matrimonio cuando era una niña; Mercedes, la madre
de sus dos hijos, Rodrigo, director de cine, y Gonzalo, diseñador gráfico,
hijos que, como él dice, le han quedado mejor hechos que sus libros; Mercedes,
esa cómplice que entendió en la mitad del viaje que a comienzos del 65 hacían a
Acapulco, que debían regresarse porque, como escribió Eligio, entonces “surgió
íntegramente en su mente la novela que venía imaginando pacientemente desde su
adolescencia”; Mercedes, esa dama de hierro que tuvo la sabiduría para aceptar
que él vendiera el Opel y le entregara la plata que les alcanzaría para vivir
seis meses y, en silencio, manejó las deudas y solucionó la supervivencia de la
familia durante el año largo que le tomó escribir Cien Años de Soledad;
Mercedes, esa esposa solidaria que empeñó la licuadora para enviarle a
Editorial Suramericana el manuscrito de la obra que, sin embargo, y sin haberla
leído, la hacía preguntarse: y “¿qué tal si el libro resulta malo?”; Mercedes,
“una de esas mujeres guapas por dentro y por fuera a la vez”, como escribió
Juan Luis Cebrián, fundador del diario El País de España; ella, sin cuyo poder
detrás del trono la vida del Maestro no sería la misma, como tampoco lo sería
si no hubiera transitado el camino de la gloria literaria de la mano de Carmen
Balcells, la mamá grande de las letras del continente, que ha tenido la visión
para añadirles ceros a sus merecidos derechos de autor”, describe
magistralmente Patricia Lara Salive, su amiga de siempre.
Ahora el Gabo es inmortal y estará presente
siempre en el recuerdo de todos los que le conocimos, ahora irá junto a
Remedios La Bella a revolotear con sus mariposas amarillas, más allá del
infinito. Hemos perdido un hombre pero ganamos una leyenda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario